viernes, 28 de diciembre de 2012

Novela erótica y gastronómica

Ernesto Muro Díaz / España

Leyenda del padre me parece una auténtica novela gastronómica. He babeado como un perro pavlovino con las fuentes de cebiche, los pichones al horno, los pollos magistralmente trinchados por chinos, las tórtolas guisadas con tallarines, el picante de cuyes, el cabrito a la norteña, la sopa de pescado, los apetitosos chanchos rosados, ora asados ora transformados en chicharrón, en chuletas, en carne de adobo, en longaniza, en chorizo, en jamón etc. Aquí, en España, decimos que del cerdo nos gustan hasta los andares, supongo que vosotros también utilizáis esta expresión o alguna parecida. En fin, que se siente el sabor y uno se deleita leyendo lo que escribes. Y esa imagen sublime que se hace de la improvisada cocina de tu abuela: “taller de alquimia culinaria”. También me hacen disfrutar frases como estas, que como la ya citada de la cocina me parecen ingeniosos juegos conceptuales, a veces humorísticos (“emborracharse con rigor”), otras veces épicos, como la imagen de Chimango Mazo como un “Ulises pordiosero que pasa desapercibido en su propia Itaca”, y que el narrador reconoce emocionado en el autobús.

¡Y Afrodita! Afrodita cuya descripción me ha recordado tanto a la superlativa empleada de correos de mi pueblo. O esas pinceladas de erotismo que te descubren como poeta: “la primavera del instinto” o “un pie comestible con uñas pintadas” (el pie de Yolanda); para un fetichista confeso como yo, leer esto provoca una gran felicidad, amén de un placer místico, en el sentido más tergiversadamente perverso de la palabra.

Ernesto Muro Díaz es profesor de filología y crítico literario.

Leyenda del padre

Miguel Rodríguez Liñán.
Víctor Soumérou / Buenos Aires

1.- Memoria y Leyenda

Leyenda del Padre es la tercera novela de Miguel Rodríguez Liñán (Trujillo, Perú, 1961), aunque la primera en ser editada –“las dos anteriores fueron abortos”, explicita la contratapa– y a través de una serie de flashes (1) va delineando sin precisión cronológica la figura “legendaria” de Miguel Rodríguez Paz, padre del novelista, que acaba de fallecer. Corre 1980. La novela se abre con la llegada de Rodríguez Liñán a la casa familiar de Puerto Perdido, en el norte peruano, donde se vela al fallecido. El joven ha viajado a despedir a su padre desde Lima, donde por entonces padecía “inciertos estudios de Derecho” (pag.13). Años después podrá viajar y establecerse en Francia, cumpliendo un viejo sueño, donde se dedica a actividades que son las que se detallan en la solapa de su libro.

La técnica del flash se acomoda perfectamente a la condición “legendaria” del protagonista de la narración. El texto se organiza, en efecto, sobre la base de la propia memoria del hijo/narrador a la que se agregan algunas informaciones directas que recibe con posterioridad a la muerte paterna, especialmente durante el largo velatorio que según la costumbre local debe durar tres días, y las referencias de un Diario en el que el protagonista ha dejado plasmados recuerdos personales, que el hijo/escritor ha sido autorizado a leer “sólo post mortem” (pag. 125) y que finalmente recupera, interpreta y transmite.

La sucesión de datos discontinuos contribuye por una parte a la elaboración de la leyenda, entendiendo por tal la combinación de hechos básicos reales susceptibles de ser distorsionados o magnificados por el tiempo –y por la muerte – con relativas, ineludibles y puede que inconscientes aproximaciones al mito. Al mismo tiempo el mecanismo imita el fluir (aparentemente) desordenado de la memoria y apoya la estructura textual: los recuerdos, el Diario y los comentarios semejan aquella fluencia, rompen enriquecedoramente la linealidad narrativa y van ofreciendo del padre “legendario” una serie de visiones parciales, múltiples y sobre todo complementarias.

2.- En verdad os digo…

La intención de Rodríguez Liñán resulta claramente reinvindicativa: se trata de rescatar la imagen paterna. Una parte de esa imagen la resume la oración fúnebre del padre Ciro, aunque la riqueza del (padre-del-narrador) personaje merece consideraciones especiales en varios aspectos evocados elípticamente por el cura: “Miguel (…) fue amplio, generoso y amante del prójimo; y nunca le interesaron los bienes de este mundo pasajero. Hombre de carne y pecador como todos, hombre apasionado y febril, hombre de leyes y poeta (…) vivió como una estrella fugaz y como una estrella se extinguió. La desdicha humana le afectaba en lo más profundo de su ser. Tenía, pues, la virtud suprema de la compasión. (…) Respetuoso de todas las creencias, admiraba a nuestro Redentor. Conocedor (…) del Antiguo y del Nuevo Testamento (…) buscaba allí refugio para su desconsuelo” (pag. 244). Más adelante ampliaremos esta descripción; por el momento rescatamos del responso la referencia bíblica, por mucho que pueda tratarse de una mención meramente circunstancial. Es que esa alusión nos sugiere una perspectiva evangélica complementaria no desdeñable. Hay, en efecto, en Leyenda del Padre –inclusive en su aspecto físico, en su condición de libro, de objeto– una serie de pistas que conducen a la indisimulada transferencia de valores paternos hacia el hijo, en cuyas manos parece quedar la empresa cultural abortada por la “extinción de la estrella”, para parafrasear al padre Ciro: en cierto modo –se nos ocurre– el hijo hereda la empresa de universalizar la propia aldea. Son muchas las referencias que se pueden detectar en este plano y algunas tan directas como aquel “Yo también quiero ser poeta” (pag. 113) del “patita” cuando la esposa de Maynor llama “poeta” a su “pata”. Otras resultan menos explícitas:

Las respectivas reiteraciones de tapa y contratapa muestran sendas fotografías de Miguel Rodríguez Paz y de Miguel Rodríguez Liñán, con unos pocos datos biográficos de cada uno.

El tratamiento recíproco entre padre e hijo a lo largo del relato es “pata” (amigo en el habla popular peruana) y “patita”, lo cual en cierto modo rompe con toda distancia generacional y remite a una mayor identificación sólo reducida por el diminutivo;

A modo de acápite y de post-scriptum se citan los mismos versos de Allen Ginsberg, al comienzo en versión original inglesa y al final en traducción española, en los que se hace referencia al padre yacente que ignora al “joven extranjero que avanza hacia su puerta” (3);

En diferentes oportunidades el texto alude a la dupla poético/amatoria Verlaine/Rimbaud. Un Verlaine viejo, físicamente degradado, roído por el alcohol, mujeriego empedernido y lamentable, y un Rimbaud joven, ligeramente en la sombra, muchísimo menos evidente que su maestro y amigo íntimo. Una suerte de “reserva” del anciano poeta.

Miguel Rodríguez Paz escribe una novela, apenas saludada en el contexto local; Miguel escapa del ámbito local, consigue viajar a Francia y vivir allí y allí escribe su novela, abriéndosele perspectivas mucho mayores que las que tuvo su padre.

Todo esto sugiere por lo menos una intencionalidad: se trata de la proyección y transferencia de los valores del padre/poeta hacia el hijo/escritor que habrá de reemplazarlo y reivindicarlo. Es claro que se trata de un criterio corriente: generalmente el padre trata de inculcar en el hijo aquellos principios que considera válidos y en ello hay a menudo una suerte de expresión de deseo de que éste concrete todo cuanto el padre no ha podido llevar a cabo por la razón que fuere y cualquiera sea el nivel de éxito logrado durante su vida. Sólo que aquí el orden generacional se ha alterado y es el hijo quien organiza la complementaridad del padre. Y es precisamente allí donde se nos ocurre incorporar a modo de trasfondo interpretativo aquella mención del Evangelio deslizada por el padre Ciro y en la que creemos detectar el pasaje en que Jesús sugiere la necesidad de que el hombre deba volverse niño para tener derecho a entrar en el Reino de los Cielos (Mateo, 18, 3). Naturalmente, el reino celestial estaría constituído en la novela por el reino poético en el que el padre/pata navega sin lograr la trascendencia deseada y en el que el hijo/patita –su nueva niñez –habrá de reemplazarlo.

3.- Arcimboldo (La novela de la costa peruana norteña)

Ahora bien, como suele suceder en alguna literatura de tesis, en la que el fundamento pueda ser la demostración de un criterio, de una ideología, de un principio –estético o de cualquier naturaleza – la reivindicación (que, naturalmente, no es la única meta del relato) acarrea cierta debilidad: deseoso de destacar los valores paternos, el hijo/narrador, aunque no esconde ni tergiversa sino que propone por igual virtudes y defectos de su personaje/padre, suele dejarse empujar a la necesidad de explicar en lugar de sugerir; de insistir a cambio de deslizar posibilidades; de demostrar en vez de dejar las puertas abiertas a la ambigüedad. (4) Y en realidad Miguel Rodríguez Paz no necesita ningún tipo de complicidad afectiva para aparecer como un personaje formidable. Ni él ni su amigo el Gran Roberto. Su riqueza reside en sus contradicciones, en su neurosis, en sus excesos. Veamos: al tiempo que funda y motoriza la Casa de la Cultura, el grupo Nueva Bohemia y el FUDEPPE (pag. 103/104), y que poniendo entre paréntesis su condición de abogado exitoso discute sobre arte y política, se hace poeta y novelista, Miguel asume su machismo, lo lleva al plano de la “misoginia patológica” (pag. 207) y lo practica con cuanta víctima potencial se cruza en su camino; se pierde en el alcoholismo; abandona periódicamente familia y hogar y desaparece cuando le place para dilapidar su dinero en lo que le plazca para volver al cabo de sus desmanes “semimuerto” e indiferente a los efectos de su gesto. Es que el personaje vive la cultura, la poesía, la profesión, la amistad, los amoríos, la paternidad, los deseos, las ruindades de la vida, las virtudes, los defectos, con entera intensidad y sin otra brújula que la pasión. Aunque ocultamente pueda saber que esa pasión habrá de destruirlo como a la estrella fugaz evocada por el cura que bendice su entrada al templo de la muerte.

Es precisamente en los excesos donde a nuestro juicio debe buscarse lo mejor de la novela de Rodríguez Liñán. No tanto en la “biografía” de Rodríguez Paz, cuanto en la descripción de un universo profundamente provinciano situado en la costa norteña del Perú entre Chiclayo al Norte y Chimbote al Sur (con, entre uno y otro, Trujillo, Pacasmayo, Puerto Santa, Salaverry…) donde la autonomía la establece sin remedio –especialmente si la consideramos como corresponde a una distancia temporal de más de treinta años –la distancia geográfica respecto a Lima. Con todo lo que de positivo y de negativo implica esa circunstancia. Desde la menor frecuentación directa de la cultura consagrada, más cercana al gran centro institucional que a las periferias, hasta el desarrollo autónomo de una cultura menos sistematizada, hecha y rehecha cada día por sus mentores más destacados a fuerza de voluntad, ingenio, esfuerzo, lecturas casi indiscriminadas. De ese modo, el lugar se convierte en un polo de desarrollo cultural autónomo en el que la proximidad, el conocimiento mutuo a lo largo de poco más o menos “toda la vida” convierte el cenáculo de los iniciados en un templo en el que quienes incursionan o incursionaron en el conocimiento libresco y en la cultura lo pregonan e invocan como se invoca a un dios jocundo amo y señor del goce. Allí todos los placeres se codean, desde las letras o la lucha política hasta la bebida y la gastronomía, sin olvidar, naturalmente, al amor. Un universo en el que los personajes pasan enormes márgenes de tiempo reiterando toda la gama de la amistad masculina e impresionándose recíprocamente en un juego de seducción que todos comparten y que quizás más que a cualesquiera otros dominios esté ligado a las prácticas de la poesía, del arte amatorio y de la amistad con todo lo cual se conforma un entramado social al que sólo esporádicamente ingresa la mujer, objeto sexual, puede que hasta victimaria en algún asunto puntual, pero siempre pronta o tardíamente víctima a expensas del machismo.

La bebida, especialmente esos dos clásicos peruanos que son el pisco y la cerveza, acompañan cada conversación, cada acto, cada movimiento, como en una fuga desordenada de la sed, a menos que se trate, por el contrario, de una fuga –igualmente sin orden alguno– hacia la auto-negación que proporciona la borrachera. Pero si el alcohol es una presencia sistemática, mucho… muchísimo más lo es la comida. La cocina local, la comida criolla familiar, la que sigue a una jornada de caza, cada una con sus rituales particulares, pero también la comida callejera corriente en tantos países de América Latina, la ya banalizada de pollos asados, inmediatos y sin misterio; la de restaurantes y cebicherías, en definitiva todo lo que el hombre come es, en efecto, apetecido, solicitado, descripto, preparado, adornado hasta el hartazgo al punto de crear una suerte de espacio arcimbóldico en el que lo que lo comestible si no los reemplaza, por lo menos acompaña todo rasgo personal o social y al hacerlo lo califica. Aunque no es exclusiva, la atmósfera culinaria es fundamentalmente femenina y por mucho que permanezca semi oculta por las paredes del domus, se abre camino hacia fuera con el chirriar de frituras, el golpe de morteros en los que se machacan hierbas, ajíes o semillas, y sobre todo con la fragancia de culantros, ajos y cebollas que posibilitan “el olvido momentáneo de la pestilencia de la ciudad” (pag. 209). Al tiempo que con su enorme presencia en la novela crea un contrapeso interior y aporta un interesante rasgo de conflictividad potencial al universo masculino exterior, extrovertido, grandilocuente. Dueño. Real o míticamente dueño.

En El Pozo (1939), su primera novela, Juan Carlos Onetti hace decir a su protagonista que a la manera como “alguien” lo expresara –no recuerda quién –, todo hombre debe escribir sus memorias al cumplir cuarenta años. El responsable de esa observación, el “alguien” que el personaje onettiano no recuerda, es Benvenuto Cellini y lo expresa en su soberbia Autobiografía. Quizás no resultara extemporáneo arriesgar la hipótesis –por otra parte seguramente indemostrable –de que Rodríguez Liñán escribe su Leyenda del Padre como manera de acercarse a su propia autobiografía. A un paso de sus cuarenta años, por otra parte. Esto sucedería a partir del momento en que se produce esa cierta fusión entre padre (legendarizado) e hijo (relator de la leyenda) que evocábamos más arriba y que tiene su punto de partida en la utilización de la memoria como método investigativo –apoyado, ya lo dijimos, por los comentarios ajenos y por el Diario, pero aún así con todo el andamiaje reconsiderado, recompuesto, reformulado a partir (otra vez) de la memoria del hijo/narrador/escritor. Un elemento teórico que quizás apoyara esta hipótesis está en aquella cita de Claude Burgelin (2) que nos dejaba pensar que a medida que Pierre Pachet avanzaba en la redacción memoriosa de la Autobiografía de mi Padre cabía la posibilidad de que fuera iluminando oscuridades de su propia biografía. Los recuerdos que movilizamos cuando buceamos en el tiempo pasado de un semejante tan estrechamente ligado a nosotros como puede serlo nuestro propio padre –amado, odiado, admirado o despreciado, poco importa – o no nos dan ninguna respuesta o nos incorporan a la experiencia de nuestro investigado. La memoria dista mucho de ser un cuaderno con apuntes realizados a lo largo de nuestra vida para ser consultado en el futuro. Es, por el contrario, un motor eminentemente activo y creador, virtuoso mezclador de verdades y mentiras: un factor que propicia la literatura.

* Víctor Soumérou es catedrático de Letras Hispanoamericanas y crítico argentino.